RICARDO ANADÓN
Los cambios que han sufrido desde hace una década los paisajes que han
rodeado las carreteras españolas han sido bastante espectaculares. Lo que
podíamos ver todos los que circulábamos por carreteras, autopistas o calles
en los límites de las ciudades era «paisajes de anuncios». El paisaje
estaba dominado por carteles publicitarios de empresas o instituciones que
se dedicaban a promocionar sus productos o servicios. Estos carteles se
habían extendido por todos los bordes de carretera, e incluso por zonas
destacadas de sus aledaños, impidiendo la visión del «verdadero» paisaje.
Este efecto era más notorio en las proximidades de ciudades y pueblos. Se
notaba que la cercanía de las fuentes de recursos, en este caso los
potenciales consumidores, provocaba un aumento de la densidad de carteles y
que el negocio fuera rentable para las empresas de publicidad.
La población de «carteles publicitarios» ha seguido una dinámica que
puede recordar algunos procesos de las poblaciones de organismos, lo que no
deja de tener cierta gracia. Hace unos años la mayor parte de los carteles
sufrió una grave enfermedad, la borrellitis, en forma de normativa emitida
por el Ministerio de Fomento que dirigía José Borrell en aquellos momentos.
Esta normativa provocó la mortalidad de casi todos los carteles. Sólo
algunos en forma de toro resistieron. La discusión pública, promovida por
los interesados, sobre si se debía indultar a los toros fue vacuna
suficiente para que pudieran sobrevivir.
Gracias a la mutación del virus normativo, muchos conductores y viajeros
disfrutamos sin interferencias de algunos paisajes de gran belleza, y de no
estar constantemente asediados por la publicidad de empresas o
institucional. A pesar de todo algunos carteles debieron sobrevivir a este
virus. Y como el recurso (las ganas de anunciarse) ha permanecido, a los
pocos años fueron apareciendo nuevas vallas, tímidamente al principio pero
luego a un ritmo acelerado; como las poblaciones sin limitaciones.
Si uno se hubiera detenido a observar la geografía del proceso, habría
notado que comenzaron en las zonas perimetrales de la mayoría de las
ciudades. Posteriormente sufrieron una mutación. Aparecieron anuncios sobre
pilares metálicos y con iluminación nocturna en carreteras de alta
circulación, pueblos cercanos a autovías y en las cercanías de grandes
ciudades. Cosas de las nuevas tecnologías y de que eran muy visibles
incluso a distancia de las carreteras. Supongo que como no pasaba nada, o
incluso los ayuntamientos no ponían objeciones basadas en la norma que permitió
su retirada, o que por motivos recaudatorios alentaran su instalación: la
población de vallas y de torres de anuncios fue ocupando espacios cada vez
menos urbanos; polígonos industriales, grandes superficies, zonas
deportivas o todo aquel resquicio que posibilita su ocupación para estos
fines. No es necesario insistir en que al mismo tiempo que se producía un
incremento de su extensión geográfica, se incrementó su población, su
número, en zonas en las que ya estaban instaladas algunas. Si uno no supiera
que las vallas están construidas por material inerte, pensaría que se
reproducían.
Y también se han diversificado en tamaño y tipo de recurso publicitario
utilizado. Los primeros en aparecer lo fueron de grandes marcas, y anuncios
institucionales sobre elecciones, hacienda u otras. Casi de forma inmediata
aparecieron algunos de menor tamaño de pequeños comercios que te anunciaban
que se encontraban a menos de pocos metros y en la siguiente salida de la
autopista. Estos anuncios estaban un poco más disimulados. La lejanía del
anuncio respecto de lo anunciado también se fue alejando, como grandes
superficies que se anuncian a más de 30 o 40 kilómetros de donde se
encuentran.
Ahora ya hay vallas y torres de todo tipo. Grandes empresas:
comerciales, de telecomunicación, automovilísticas, inmobiliarias o de
transporte entre otras; negocios de tipo medio de varios gremios, o
pequeños establecimientos que te señalan cómo llegar; incluso museos
localizados a más de 100 kilómetros del anuncio. Para estar pocos años después
como en la situación de partida, sólo faltaría que se colonizaran zonas en
las que nunca se podría afirmar que son urbanas. Ya he visto algunos y no
sólo en Asturias. Se nota que el negocio va viento en popa y que no existe
nadie que manifieste el menor interés en hacer cumplir la norma aún vigente
y defender a los ciudadanos.
En terminología poblacional, la ausencia de depredadores o parásitos
facilita que la población de vallas se expanda, como lo hacen algunas
especies invasoras reproduciéndose y dispersándose. Y como ocurre con
algunas de estas especies en todo el mundo, modifican el paisaje. Ya se
empieza a «disfrutar» de un paisaje de anuncios que sustituye a la visión
de prados, bosques, valles, laderas, ríos, playas y estuarios. Como no se
recupere el sentido de la norma vigente, perderemos algo de la belleza y
bienestar de los que se puede disfrutar cuando uno viaja. Esperemos que los
responsables públicos encuentren algún sentido común y logren controlar
esta plaga, que ya empieza a alcanzar el nivel de epidemia.
Ricardo Anadón es catedrático de Ecología de la Universidad de Oviedo
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